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Gerardo Cuerva pregona las Fiestas del Corpus 2024 con un «canto a las raíces»

27-05-2024. El presidente de la Confederación Granadina de Empresarios, Gerardo Cuerva, pronunció el pasado sábado 25 de mayo el pregón con el que se iniciaron las fiestas del Corpus 2024 de la ciudad de Granada.

El texto, pronunciado en el Patio del Ayuntamiento de Granada, fue un canto «a las raíces de las que que todos los padres y las ciudades han de dotar a sus hijos» y estuvo plagado de recuerdos de la infancia y la primera juventud del pregonero.

En el pregón no faltaron las referencias a las empresas sin las que las fiestas del Corpus no serían posible y «que alguien tendrá que subrayar en algún momento».

Aqui puedes ver el vídeo y este es el texto completo del pregón.

«A ver niños”, dice Gerardo, “preparaos que vamos a ver la Tarasca».

Y los niños, María José, Mónica, Gerardo e Ignacio, en efecto se preparan para apostarse en Reyes Católicos, en la esquina de Costales, y ver pasar a la Tarasca vestida ese año por Galerías Preciados, y sobre todo a Isabel y Fernando, a Boabdil y Morayma, los gigantes, y a los cabezudos con sus vejigas…

Hacen lo mismo que han hecho unos meses antes, unos pocos metros más allá, en la Plaza del Carmen, para responder, festivos, pero también un poco protocolarios, a la triple llamada desde el balcón del Ayuntamiento el 2 de enero.

Al día siguiente —tres jueves hay en el año…— María José, Mónica, Gerardo e Ignacio estarán en la Puerta de la Catedral, en las Pasiegas, para ver salir a la Custodia y antes habrán visto las carocas en Bib-Rambla y habrán visitado —como unos días antes habrán hecho con las Cruces— los tradicionales altares del Corpus.

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Alcaldesa, concejales, autoridades civiles y militares, arzobispo, queridos amigos, vecinos; hijas e hijos de Granada.

Los recuerdos son el material del que están hechas nuestras almas, lo que nos conforma y nos da continuidad;

los recuerdos son las piezas del yo que reconocemos siempre, que perdura, pase lo que pase en nuestras vidas.

Para nuestro dolor, las tallas del pantalón cambian, se altera la cantidad de pelo, el volumen de los músculos o la flexibilidad de las articulaciones, surgen cicatrices —que no son otra cosa que recuerdos fijados en la piel—, van y vienen las modas al ritmo de las tarascas…

de forma que al mirarnos al espejo —al ver las fotos antiguas— a veces nos cuesta reconocernos.

«Yo no soy ese», nos decimos entonces con rubor… o con una suerte de envidia de nosotros mismos.

Y, sin embargo, si no en los espejos, siempre nos reconocemos en los recuerdos, especialmente en los que se crearon en nuestra infancia y en nuestra primera juventud.

Somos esos recuerdos.

Por eso los atesoramos, los revisitamos de vez en cuando, los cuidamos como las valiosas joyas que son.

Por eso nos emociona tanto recordar algo largamente olvidado: esa conversación con la abuela Paca en la casa de San Isidro en una tarde de Corpus antes de ir a los columpios… te completa.

Yo soy aquel niño al que su madre, Josefina, arrastra de la mano camino de la Catedral, vestido como a él no le gusta vestirse, ¡¡con zapatos castellanos!!, que ha tenido que dejar el balón a regañadientes en la casa de Colinas y que lo único que quiere es ponerse la camiseta de rayas horizontales y dar patadas a ese balón ahora invisible, o jugar al tenis con aquellas primeras raquetas metálicas… pero, desde luego, no asistir a esa extraña procesión en la que, además, no se procesiona ninguna imagen.

Pero soy también el sabor de las habas con jamón en el Sevilla donde terminaban aquellos mediodías del jueves del Corpus, el de las hamburguesas del San Remo o el de los helados de stracciatella de Los Italianos.

En aquello que soy inmutablemente yo, las medianoches de López Mezquita saben a tarde de toros en la monumental de Frascuelo;

o tal vez debería decirlo al contrario: las tardes de toros saben a bocaditos de nata a partir del tercero de la tarde, de nombre «Acelerado», 495 kilos, tal vez el mismo día en que Ortega Cano indulta a Marquito; o esa otra tarde, bajo el diluvio, en la que Morenito de Maracay, Víctor Mendes y Pedro Castillo penden su vida de un hilo delante de seis Vitorinos.

Soy la emoción, la fiebre provocada por una faena histórica.

Soy también el olor a albero mojado de esa otra tarde, y el olor a valor, y el olor a tensión;

soy el aliento contenido bajo los paraguas;

soy el alivio.

Claro que esos recuerdos del coso de Doctor Olóriz son quizá ya demasiado tardíos… la memoria a veces, ya sabéis, se desboca y es desordenada.

Si vuelvo a aquel niño que no quería llevar zapatos y que sólo pensaba en el fútbol mientras veía la procesión del Corpus con sus hermanos, recuerdo sin embargo que sí disfrutaba, en aquel tobogán de acero, frente a la vieja Real Sociedad de Tenis, en el Paseo del Violón, por el que se deslizaba, gravedad abajo, sobre una malla de verde plástico.

Y recuerdo que disfrutaba en la noria del inicio de los Alminares —como ocurre siempre en el caso de las norias, cuarenta años después ha vuelto— o en el Gusano Loco o en el Látigo o en el Tren de la Bruja.

Recuerdo que le encantaba comer algodón dulce, barretas y manzanas asadas de los puestos del Violón antes de entrar en el circo de los hermanos Tonetti.

Soy aquel niño que, con los bolsillos llenos de fichas aprende pronto el valor de las transacciones comerciales: una ficha, un viaje…, “y las fichas las compra papá”.

¡Qué fáciles son los negocios cuando uno es pequeño y las decisiones las toman los padres!

En mis recuerdos, esos puestos que se asoman al Genil huelen a vacaciones, a juego, a risa, a alegría inocente e incondicional; y son un anuncio del inminente verano…

Cuando hacíamos la pequeña mudanza anual camino de la casa de Colinas Bermejas en la que pasábamos esos veranos, mi madre decía “el Señor nos sube y la Virgen nos baja”…

Así que al ritmo del Corpus y de la Procesión de Nuestra Señora de las Angustias, de la Cabalgata de Reyes, de los Viernes Santos Escolapios con el Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del Mayor Dolor, aquel niño crece: el Corpus de mi memoria cambia, deja el centro, se aleja y se convierte especialmente en una prueba.

En eso no es nada distinto de lo que es para decenas de miles de estudiantes cada año:

los exámenes finales frente a las prometedoras noches de fiesta con los amigos;

el deber contra el querer;

lo correcto frente a lo deseado.

En mi memoria de esos años, el Corpus es más el dragón que la mujer que lo cabalga; el Corpus es la tentación.

Recuerdo cada una de las veces que cedí a ella; no tanto —o quizá no fueron tantas— las veces en que logré vencerla. Recuerdo bien las mañanas que siguieron a las primeras…

Soy cada una de esas veces. Soy sus consecuencias, las buenas y las malas.

Soy, sobre todo, la responsabilidad construida en aquellos Corpus: la autoexigencia, la conciencia del resultado de nuestras decisiones, la necesaria planificación si uno quiere disfrutar, pero también cumplir con sus obligaciones, la renuncia, el esfuerzo.

Soy un joven en una fresca madrugada del mes de junio cruzando Granada, un poco desaliñado, pensando en cómo va a organizar la siguiente mañana de estudio.

Soy un aprendiz de ingeniero en Málaga deshojando la margarita: Corpus sí, Corpus no. Corpus sí, generalmente Corpus sí.

Pero en esas fechas soy también el joven costalero que ha acabado comprendiendo la Sagrada presencia del Señor en la Custodia de la Reina Católica y admira con devoción y respeto cómo gana la calle el paso gracias al excelso trabajo de Pepe Carvajal y sus cuadrillas: la joven “Legión Blanca”.

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Mientras escribo el texto que este mediodía de sábado comparto con vosotros, estoy a caballo entre habitaciones de hotel de Madrid, Jerez, Barcelona, Cáceres y Teruel.

Me doy cuenta de que me basta con decir los nombres ligados al Corpus que recuerdo —cuando digo Pasiegas o digo Bib-Rambla, cuando digo Reyes Católicos, edificio Costales, el Suizo, Paseo del Salón o Paseo del Violón o digo Doctor Olóriz— para volver a Granada, a casa.

para volver a Rebeca, mi mujer, que pasó el rito iniciático de acompañarme precisamente a los toros, una tarde de aquellas de meriendas, quién sabe si de La Cruzada o del Sol, con El Fandi en el ruedo.

Llamo entonces a Rebeca y rememoramos noches en Almanjáyar, chocolates con churros en El Fútbol, la feria del centro con aquella enorme carpa de la Plaza del Carmen, los conciertos de finales de los 90 y las casetas en las que la familia y los amigos nos han acogido a lo largo de los años.

Decimos entonces, al unísono, La Bien Plantá —que era la caseta de mis suegros—,  Los 17, La Ruina y La Albariza que creamos el año pasado y de la que por fin, mil Corpus después , puedo decir que es mi caseta…

Al teléfono, Rebeca y yo recordamos la recuperación de los altares, los toldos de arpillera, la juncia y el mastranzo cubriendo nuevamente el recorrido de la Custodia.

Estoy en un hotel de Panamá, al otro lado del Atlántico —frente al Pacífico en realidad—, pero en la anodina habitación de pronto huele a hierbabuena y siento que estoy en casa.

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«A ver niños, dice Gerardo, vestíos que vamos a ver la procesión del Corpus»

Y allá van Gerardo, Carlos y Cristina, un poco a regañadientes alguno, de la mano de Rebeca, y paran en Bib-Rambla y leen juntos las carocas —el amigo Ferro ha vuelto a presentar un buen puñado de quintillas, sin demasiado éxito— y a buen seguro terminarán comiendo un helado de stracciatella en Los Italianos y pasándose por alguno de los altares… como hace unas semanas se han pasado por las Cruces…

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Es imposible saber si nuestros hijos acabarán teniendo los mismos recuerdos que nos hacen a nosotros ser quienes somos.

Con toda seguridad —como debe ser—, ellos elegirán los suyos y armados de esos recuerdos, transitarán su propio camino como nosotros hicimos el nuestro, parecido o absolutamente diferente al que nuestros mayores imaginaron para nosotros.

Tengo la convicción sin embargo de que un padre, si no de recuerdos, sí tiene la obligación de dotar de raíces a sus hijos.

Eso hicieron los míos cuando nos llevaron a mí y a mis hermanos a aquellas procesiones, y a las de Semana Santa, y a la Romería de San Cecilio y a la Toma, y a las Cruces de Mayo y a la Carrera cada último domingo de septiembre:

Darnos raíces; arraigarnos.

Eso hemos intentado hacer Rebeca y yo con los nuestros.

Por eso, si hoy pregono el Corpus, si hoy os animo, vecinos de Granada, a disfrutar de nuestra semana mayor, de sus tradiciones felizmente recuperadas y vivas,

Si os insto al jolgorio sin fin, exagerado, desmedido incluso;

Si os invito a iluminar la noche esta noche y a no apagarla hasta que el alba se adivine por Valparaíso dentro de ocho días tras el trueno gordo,

y a llevar a vuestros hijos a los columpios y a reuniros con vuestros amigos bajo los farolillos, asomados a la Reja…

…es menos para glosar y anunciar la fiesta, que para cantar al vínculo.

Al lazo irrompible, invisible —porque hay cosas que sólo pueden verse con los ojos del corazón— que une a Granada con todos sus hijos.

Con su mezcla de fiesta religiosa —tan determinante para mi familia— y de celebración pagana,

con el componente económico y empresarial que está en su origen y que alguien tendrá que subrayar en algún momento

(por cierto, este pregón y este simple empresario no son ni el momento ni el autor para hacerlo, pero hoy me habéis oído hablar en él de algunas empresas y hay otras muchas que también están en mi memoria, los Chicote, los hermanos Aguilera, Cervezas Alhambra, los Toro, Sevillana, Ximénez Iluminación, Caja General de Ahorros, la Rober, El Rocío, Mariscal, Ysla, Bernina, la Rural… porque al pronunciarlos, esos nombres también me llevan al Corpus)

con su ritual histórico, que tanto debe a Jose Míguel Castillo Higueras, y las aportaciones modernas con las que necesariamente han de avanzar todas las fiestas populares…

Con su portada iluminada al grito de “ohhh”, sus sopas de maimones, su rebujito, sus seises bailando en las Pasiegas, sus conciertos, sus Festivales, sus chacolines, sus caballos y sus enganches…

…el Corpus es una raíz

Una de esas que ata, con los lazos de la emoción y de los recuerdos, a esta ciudad con sus hijos,

con los que viven aquí en la Chana, el Albaicín, el Camino de Ronda o el Realejo, con los que viven fuera o con los que la abandonan durante largos periodos y pasan infinitas noches en hoteles de medio mundo.

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«Vamos niños, vestíos, que es Corpus»…

Imagino —dejemos aún que pasen unos años, si es posible— a un padre de nombre Gerardo, o Carlos, a una madre de nombre Cristina, avisando a sus hijos para vestirse camino de la Tarasca o de la procesión del Corpus.

E imagino a su abuelo, aquel niño que sólo quería ponerse la camiseta de rayas horizontales y jugar al fútbol, Rebeca al lado, contándoles en la plaza de Bib-Rambla —el bueno de Ferro ha logrado por fin que premien una de sus quintillas— el año en el que le hicieron pregonero del Corpus o cuando durante unas horas mágicas fue Gaspar en la Cabalgata de Reyes.

Ya sabéis, podremos no reconocernos en los espejos, pero los recuerdos nos dan forma, son nuestra esencia y nos hacen ser quienes somos para siempre.

—o—

Queridos vecinos de Granada, nuestros hijos —también los hijos de las ciudades— toman siempre el rumbo que quieren o aquel al que les empuja el siempre impredecible e incierto viento.

Acaso mostrarles nuestras fiestas y tradiciones,

enseñarles a amarlas y a vivirlas con emoción, alegría y respeto;

acaso cuidarlas con mimo, haciéndolas mejores, querida alcaldesa, queridos concejales de esta muy noble, muy leal, grande, celebérrima y heroica ciudad de Granada…

acaso todo ello nos ayude a dotarles de algo más que los recuerdos que les darán forma durante toda la vida.

Acaso así creemos algo incluso más indeleble que la memoria de los hijos e hijas de Granada.

Crearemos raíces.

Esas raíces que estén donde estén, hacen a los granadinos reflexionar durante todo el año de un modo… cuando menos curioso…en quintillas.

Y así, tras recibir un mensaje, se dicen:

Si te llama la alcaldesa
para que des el pregón,
lo del texto no te estresa,
mas si pierdes el avión
el viaje será en calesa.

¡Felices fiestas, granadinos!

Vividlas con alegría

Sed felices